¿No se os ha dado alguna vez por comparar las resacas actuales, tengáis la edad que tengáis, con las que os tocaba soportar con dieciocho o veinte años? (si tenéis esta edad, podéis prescindir de la comparativa, mentes lúcidas) Estoy convencido de que, cuando uno está en plena edad universitaria, las noches de fiesta y las mañanas que las suceden no son un gran contrincante. Todo depende del énfasis con que encaremos el festejo, por supuesto. He visto situaciones a las cuatro de la madrugada que me han llevado a sentir un gran alivio por no ser yo el desafortunado que imita con fascinante acierto a la niña de El exorcista en mitad de un pub, o el que se ha ido a aligerar al cuarto de baño y nunca ha regresado. La noche, pero sobre todo su consecuente resaca, depende de múltiples factores. Ahora bien, dejándolos aparcados durante un rato, aparece una realidad que a mí al menos me sobrecoge, me apena. La de que uno se hace mayor, y tiene que asimilarlo mediante el día después.
El típico amigo que se viene arriba cuando ve una tarima
Con dieciocho años, uno agarra el ibuprofeno con cierta chulería, con una especie de sentimiento de bravuconería recorriéndole el pecho. Duele la cabeza, sí, pero ¡qué noche la de ayer! Qué ganas de reposar media hora y volver a estar listo para otra juerga, tanto da que sea domingo o lunes. Incluso hay quienes disfrutan de la parte de la resaca, enmarcándola como fragmento indivisible de la denominada fiesta. Pero uno crece... y encara todo esto de distinta manera. El cuerpo sufre, el alma también. Y después de una noche loca o, lo que es peor, de una noche a secas, la mañana siguiente puede convertirse en un completo calvario. Esa terrible sensación de abrir los ojos y pensar: Oh, dios, soy un ser sensible. ¿Por qué, Señor, por qué? ¿Por qué me has dotado de cinco sentidos? ¿¿De CINCO nada menos?? Y uno trata de incorporarse en la cama mientras los ojos escuecen. Pero a ese dolor se une el de las articulaciones, que parecen haber estado guardadas en un congelador durante años, y pronto se suma el horrible martilleo en la cabeza, uno de los peores males conocidos por el ser humano. Y en cuestión de segundos, sabes que te toca maldecir la noche pasada, la despreocupación con que has repetido un "ponme otra", la indolente decisión de mirar al chupito con condescendencia, casi con cariño paternal... sin tener en cuenta que ese vasito de apariencia inocente era Judas, y tú Jesús. Todo esto se paga durante el denominado día después. Y es un pago muy alto, de los que te vacían sin piedad la cartera de la salud, la cuenta de ahorros donde tienes ingresadas las ganas de vivir.