Un abrigo sin caperuza

7:11


    Como cualquier otro día de otoño, arrebató al perchero el grueso abrigo rojo que utilizaba para protegerse del frío que invadía las calles. No odiaba esa estación del año, al contrario; le encantaba tener que enfundarse en ropa voluminosa que la hacía sentir confortable. Minutos antes, había terminado de hablar con su madre que, como a menudo hacía, no había podido esperar a la noche para preguntar qué tal iba todo. 

    Al abandonar el edificio, el frío no se hizo esperar. Recogiendo las manos en los bolsillos del mullido abrigo, recorrió las aceras que la distanciaban de la oficina. Una sencilla ruta de poco más de quinientos metros, una pequeña caminata que se negaba a convertir en otra cosa. Pero lo cierto es que los ojos que pretendía olvidar la miraban. Desde un coche, veinte metros atrás, la mirada oscura no perdía detalle. La contemplaba alejarse del portal, avanzar por las calles que a esa hora aparecían medio desiertas. Y la bestia a la que pertenecían esos ojos negros encendía el motor, avanzaba a una velocidad lenta, inverosímil, para no perder de vista a su presa. Los dientes apretados, como todas las mañanas, conteniendo una rabia y un apetito capaces de contaminar cualquier tierra. Pero siempre, siempre, a pesar del blanco de sus nudillos sobre el volante del coche, dejaba que ella entrase en el edificio que contenía su oficina.

    Ella salía cuando la luna hacía lo mismo, algo de lo que nunca tuvo queja. Le agradaba su trabajo de una manera tal que anulaba el incordio de sus horarios. Solo había sentido incomodidad el primer anochecer que había sucedido a su decisión. A la firme decisión de plantarle cara. La firme, cada vez más firme, decisión de decirle que había terminado todo, que no habría más días y noches como las que se venían repitiendo últimamente. Supo reunir las fuerzas necesarias para echar de su casa al animal que se había apropiado de ella, como del resto de cosas que le pertenecían. La dignidad, la felicidad, la calma, la vida. Y solo había sentido temor un anochecer porque creía haberlo visto. Al animal, acechando tras los faros de su coche, a unos metros. Pero no permitió que la incertidumbre y el miedo se aliasen contra ella, por eso caminó con la misma determinación con que había tomado una decisión.

    Sin embargo, esa noche el frío se dejaba sentir con mayor intensidad. Su abrigo encarnado no parecía ser suficiente para contenerlo, por eso caminaba con los hombros encogidos, como tratando de vetar la entrada a una temperatura esta vez demasiado fastidiosa. Las calles dormían ya a esas horas. Los edificios se sostenían como árboles bien enraizados, y ella los dejaba atrás llena de ganas por sentirse en casa.

    Los faros la iluminaron por detrás, al cruzar una estrecha acera convertida en páramo circunstancial. Solo una mujer mayor, de avanzada edad, la recorría en sentido inverso. Y fue en su rostro donde advirtió la primera señal, donde los temores salieron con impulso a la superficie. El miedo la dominó por un momento, apresándola y cortándole de golpe el paso, privándola de sus movimientos. Sintió el calor de los faros, el rugido del motor, todo acercándose a una velocidad que de pronto era frenéticamente inverosímil. Pero no fue solo a sus espaldas que las cosas cobraron ritmo; la anciana mujer apretó el paso hacia ella, a tiempo de hacer un esfuerzo por empujarla y enviarla contra el soportal más cercano. Un gritó cortó la noche, fundiéndose con el chirrido de las ruedas que se salieron del pavimento y encararon la acera.

    La fiera abandonó el coche, cruzado en mitad de la calle. Los ojos desorbitados, una vena indecorosa palpitando en el cuello, los dientes fuera de su guarida. Pasó por encima del cuerpo de la anciana mujer, que se lamentaba del golpe recibido, pues sus pupilas solo podían centrarse en un único punto. La vio erguida, en el soportal, sosteniendo su mirada. Su pulso se aceleró al igual que su paso, y antes de que ella pudiese protegerse, la rabia explotó en su estómago.

    Ella sintió cómo las garras rodeaban con violencia su cuello, cortándole la respiración. Sintió su aliento en la cara, y a pesar de ello se negó a cerrar los ojos. Se negó a adoptar la posición que alguien agotado, derrotado, rendido adoptaría. Sostuvo su mirada, y entonces él pudo ver una sola cosa: el reflejo de su propia rabia, de su propia fuerza, devolviéndole un golpe inesperado. Esperaba encontrar el miedo y la sumisión con los que tanto había soñado en los últimos días. Pero no había el más mínimo rastro. No había huella de aquello que anhelaba tener. Su gesto comenzó a quebrarse, mientras la dureza del que tenía enfrente no mostraba una sola grieta.

    Cuando la policía llegó al lugar, encontró a un hombre tembloroso, cabizbajo, encogido en un soportal. Los faros de su propio coche lo apuntaban, dejando al desnudo su propia vergüenza. La mujer a la que pidieron declaración estaba ocupada en sostener la mano de una anciana mujer que sonreía maternalmente, mientras la camilla era subida a la ambulancia.

    Por extraño que pudiera resultar, ningún leñador fue visto en el lugar de los hechos. Su presencia es tan solo requerida en los bosques y en las fábulas.









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