Ya eres toda una mujer

15:10


     Lucía pensó que con nueve años no sería lo más adecuado colarse en la habitación de sus padres a medianoche. Recordaba todavía a una docena de familiares en la celebración de su comunión diciendo “ya eres toda una mujer”, “qué mayor es nuestra Lucía ya”. Por eso no podía ponerse en evidencia metiéndose entre las sábanas de sus padres como una niña pequeña y tonta. Pero ese ruido no era normal, lo sabía. Ese ruido en mitad de la noche, que había comenzado unos minutos antes y ganado intensidad en cuestión de segundos, no era ni medio normal. Tuviese nueve o cincuenta y cuatro años no era normal. Y si acudía a sus padres para demostrárselo, lo entenderían; le darían la razón. Porque, ¿qué  o quién estaba haciendo ese ruido bajo su cama?

     Al principio se quedó en silencio. No tenía claro si lo había escuchado de verdad o si solo había sido su impresión. Su impresión, su imaginación, su inseguridad. Con nueve años, ¿de verdad había dejado de ser una niña? Estaba adormecida, pero todavía daba vueltas a lo largo y ancho de la cama en busca de la posición perfecta, o del momento adecuado para caer de una vez por todas dormida. Pero entonces lo oyó. Un ruido suave, al principio, como algo deslizándose. Luego dejó de ser así. Era algo más parecido a un cuerpo áspero arrastrándose. Un cuerpo o unas uñas, porque el ruido crecía. Casi parecía que alguien intentaba arañar y levantar el parqué de la habitación. ¿Era para tanto el extraño ruido o era cosa suya?

     Sin aviso ninguno, el continuo crujido aumentó de intensidad. Se agitó en la cama, se incorporó sobre las sábanas. Se escuchaba por toda la habitación, aunque provenía claramente de debajo de su cama. Tenía que salir de allí. Ya. Aquello no podía terminar bien, porque algo había bajo la cama. Y no podía ser algo bueno.

    Vaciló durante unos instantes sobre si saltar o no desde su isla de dudosa seguridad, la sola idea de poner los pies sobre el mismo suelo en que aquella cosa permanecía arrastrándose, o haciendo sabe dios qué, le erizaba la piel de los brazos. Pero el crujido subió de nivel, y su cuerpo se lanzó como un resorte. Tan pronto apoyó los pies desnudos emprendió la carrera, aterrorizada. Daba igual todo lo que hubiesen dicho en la comunión. En cuestión de segundos estaba abriendo la puerta del cuarto de sus padres, sin ni siquiera llamar antes. Saltó sobre la cama, aterrizando sobre el cuerpo de su madre, que pegó un brinco que a su vez provocó un grito por parte de su padre. Daba igual, estaba a salvo. Con ellos.

    Dos minutos más tarde, tanto su madre, enfadada, como su padre, dormitando, la acompañaban a su cuarto. Al encender la luz, todo pareció ser normal, tan corriente como de costumbre. Una incómoda sensación empezó a agitarse en la boca de su estómago. Y cuando su madre iba a reprocharle algo, el ruido la interrumpió. El crujir aumentó de volumen y no pudo evitar aferrarse a la mano de su madre. Sin embargo, un instante después, la mano que debía protegerla se escurría. Su madre se acercó a la cama, levantó el edredón, y se acuclilló. Temió por su madre, por su padre, por ella misma. Su madre metió medio cuerpo bajo el somier, desapareció y ella no fue quien de intentar retenerla. No podía moverse, no podía apartar los ojos del cuerpo de su madre, que se escurría bajo la cama mientras el ruido se apoderaba de todo. De todos.

     El cuerpo de su madre, lo que quedaba de él a la vista, sufrió una especie de espasmo. Se le escurrió un grito de la boca, presa del miedo, y su padre pareció despertar de nuevo. La habitación quedó en completo silencio. Quiso volver a ser un bebé, una recién nacida gritona sin conciencia de nada, quiso volver al útero de su mamá y no salir nunca de allí. El cuerpo de su madre empezó entonces a emerger de su escondite, hasta salir de nuevo a la superficie. Se incorporó. En su mirada leyó algo que al principio no supo entender. ¿Era reproche? ¿Regodeo? Se fijó entonces en la mano que ella alzaba a media altura, dejando ver un pequeño insecto oscuro y repugnante que agitaba sus pequeñas patas a gran velocidad. Una cucaracha. Una pequeña y desagradable cucaracha. Un ser tan insignificante había bastado para demostrar que ni era una mujer, ni estaba cerca de serlo. Solo era una pequeña niña asustadiza y cobarde.

     No fue capaz de conciliar el sueño después de que sus padres hubiesen vuelto a su cuarto, dejándola sola e incomprendida en su habitación. No sabía si sentir odio, vergüenza, decepción, y esa misma indecisión la mantenía despierta en medio de la oscuridad de aquel cuarto que le había demostrado su ingenuidad. Si la hubiesen visto sus compañeros de clase, pensó, si la hubiesen visto sus amigas, pensó, si cualquiera de sus familiares hubiese presenciado un espectáculo tan bochornoso, pensó… Y de repente dejó de pensar. Su cuerpo se petrificó, sus párpados se replegaron y desaparecieron. Sintió que sus dedos se aferraban con una fuerza desmedida a las sábanas de la cama. Pero lo que sintió con mayor intensidad fue el crujido. El mismo crujir de antes bajo su cama. Acompañado ahora de una respiración.


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